domingo, 25 de mayo de 2008

la calle del capón

Me gusta el olor a sillau y chiasu que brota de entre sus callejones, la gente amontonada siempre atenta a cuaquier amago de espectáculo, y el tránsito caótico de las 4 de la tarde. Me gustan también, todas esas tonterías que se pueden comprar en sus tiendecitas. Esas, que no se encuentran en otra parte del mundo: Pañuelos de hilos dorados, carteras repletas de dientes de cocodrilo, pelucas de pelo de oso y aretes larguísimos, cual serpientes.
Todo se vende y todo se compra en la calle Capón.



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Mientras Ursula, Carolina y Oscar, hermanas y padre respectivamente, son encantados por un adivino oriental de barba espesa; yo me protejo del sol debajo de un cajero automático.

Pasan 2, 3, 4, y 5 hombres, muy chinos todos ellos, hablando en un dialecto extraño. Imagino que aquellos hombres vienen de muy lejos, de algún rincón del pacífico caliente. Son criminales que huyen de la yakuza (lo sé por su ropa de colores mustios). Han vengado a un rico comerciante chino cuya hija perdió la virginidad en la isla del sol naciente.

Los hombres pasan y yo sigo sentada con las piernas cruzadas debajo del cajero de sacar billetes. Veo a papá una cuadra al fondo, y veo también a mis hermanas que ríen junto a él. Al frente mío, cruzando la calle empedrada, un hombre pide limosnas. Tiene las manos estiradas, el pelo mugriento y una casaca rojo espeso.



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En la calle del Capón (donde antes, mucho antes, los chachos eran capados en medio de rituales de opio), se pueden encontrar los mejores ingredientes para el mejor chifa.

Una vez por ejemplo, me ofrecieron huevos de mil años. Quedé inmediato extrañada por el mínimo precio de tamaña joya. Pregunté entonces el secreto de las místicas esferas. La simple respuesta de una mujer cantonesa de 50 años, cortó de plano aquél último vestigio de infantil ingenuidad.

No hay que buscar mucho para encontrar una clase de hongos negros chiquititos (parecidos a las pasas), que crecen inmensos apenas tocan el agua. Hay patos asados por doquier. Cerdos partidos a la mitad colgados en las vitrinas. Minpaus, siumais y enrollados primavera a un sol la porción. Sake importado de Japón. Alga nori, también del Japón. Y todo aquel comestible, fresco o no, capaz de ser transportado desde el lejano oriente.

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Es invierno, se supone. Salí de casa abrigada y ahora el sol quema. El hombre sentado al frente me ve, estira la mano y se levanta. Yo me levanto también y busco a mi familia entre la gente...

No logro ver a nadie, otra vez hay una multitud amontonada. Parece que está apunto de empezar una nueva función callejera.

2 comentarios:

  1. Hola Irisis!
    Tienes mucha razón en lo que me dices en mi blog, la respuesta tiene algo de amor al estilo Lennon pero sobre todo el cumplimiento de la ley. Para comprender el terrorismo no se puede caer en la justificación,eso creo. En España lo seguimos viviendo de cerca, por desgracia.

    En el Perú, Sendero ya acabó hace tiempo y las lecciones están aún frescas. En España hay algunos que aún justifican una muerte "de los otros" para su planificación de objetivos políticos.

    Y por cierto, enhorabuena por tu reportaje.

    Un placer conocerte
    Paco

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