Llovía en Buenos Aires.
Llovían gotas gruesas de esas que nunca caen en Lima. Yo caminaba mientras tanto, como un gato helado, dando saltos sobre cada charco de agua que encontraba en la vereda. Tenía un paraguas de 10 pesos en una mano y una cartera verde en la otra. Y frío hasta en las pestañas.
No soy experta en usar paraguas. Mientras lo levantaba contra corriente, imaginaba sus puntitas metálicas insertadas (sin pudor) en los ojos del policía de la esquina, en los de la señora de la parada de bus, en los de la niña que fingía ser punk.
Empezó a hacer más frío y me quedaban 3 cuadras por delante. Llovía más. Apuré entonces tanto el paso, que mis elegantes saltos se convirtieron en histéricos espamos.
Cuando vi mi destino luminoso en la esquina, me agazape toda bajo el paraguas. Intentaba, supongo, protegerme de aquél mundo extraño lleno de extraños. O más bien de Buenos Aires y su tentadora melancolía... Paré un minuto casi sin aliento.
Restaurante en avenida De mayo y 9 de julio, aquél espacio se había convertido en mi refugio. Me senté y demoré en recuperarme. Y demoró más el mozo (el mismo mozo canoso, el de todos los días) en llegar a mi mesa. Pedí café y medialunas calientes con jamón cocido. Y me quedé viendo pasar gente a través de un grueso vidrio. Y recordé eso que dicen siempre en Lima: La avenida 9 de julio es la más grande del mundo.
No se veía tan grande desde mi mesa, junto a mi café y mis medialunas calientes.
Buenos Aires querido ... ¿cuando la volveras a ver?
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